lunes, 14 de septiembre de 2020

Eran las 4 a.m.

Llegué de un día agitado, de esos en los que corrés de un lado a otro de la ciudad, reuniones, café, un momento de verde en la costanera. Las llaves de otros lugares y el llavero golpearon contra la puerta en cada vuelta que dio la cerradura para abrirla. La luz de la cocina era la única que alumbraba la casa.

Cerré la puerta, me saqué los zapatos negros y los dejé en un costado cerca de la entrada, prendí la tele, le saqué el volumen, puse música. Con el celu busqué en Spotify algún disco de Beirut o de Pink Martini, empezó a sonar en los parlantes repartidos en mi hogar. Algo tranqui, para bajar del quilombo del afuera.

Pasé por el baño, hice pis, me lavé las manos, la cara. El maquillaje se empezó a escurrir. El rímel corrido me convirtió en una actriz de telenovela. Aproveché ese desastre y empecé mi rutina de cremas y lociones para sacar las capas de maquillaje restantes. En el medio, me desabroché el corpiño que me estaba lastimando, uno de los alambres se me estaba saliendo y me pinchaba un costado del pecho.

Me saqué uno por uno los veinte invisibles que dejaban tirante mi peinado, me saqué la colita. Mi pelo fue libre, lo sentí en el cuero cabelludo que empezó a doler y a latir, como si reviviera después de haber estado en coma durante el día.

Deseé bañarme. Dudé. Descarté la idea. Fui desnudándome por el pasillo, de camino al cuarto, mi ropa fue dejando pistas de mi trayecto. Abrí el placard, se trabó un poco al deslizarlo, tengo que arreglar ese riel, los fines de semana siempre me olvido de hacer esas cosas de la casa. Busqué ese pijama que me encanta, el cuadrillé rojo, el que puede ser de viejo yanqui y borracho. Aunque en sus textos Bukowski habla de su desnudez, siempre me lo imaginé con un pijama similar al mío. Aunque, también, podría decirse que se parece a camisa de leñador hípster. Es tan suave y calentito que no puedo evitar usarlo siempre que pueda.

Abrí la cama, busqué el plumón turquesa, se lo puse encima. Tuve que volver al living, en penumbras, tanteando en mi altar busqué el aceite de lavanda. Agarré tres aceites diferentes antes de encontrar el correcto. Me choqué con una silla y el sillón. Voy a tener que cambiar los muebles de lugar, siempre me llevo por delante todo.

Prendí el velador, agarré la almohada, le tiré un par de gotitas del aceite. Me ayuda a dormir, a descansar mejor. Abrí el cajón de la mesa de luz, tenía que verificar que el libro que estoy leyendo estuviera ahí, a veces lo voy trasladando por la casa y cuando me voy a acostar no lo tengo a mano y es un bajón volver a salir de la cama.

El cuarto estaba listo, preparado para pasar la mejor noche del mundo mundial. Fui a la cocina, busqué una copa, busqué ese vino blanco que compré el otro día en el chino. Lo descorché, sentí el aroma ácido y frutal. Sentí en la mano el frío y la humedad de la botella recién salida de la heladera. Me serví un poco y mientras tomaba, apagué la luz de la cocina y caminé con la copa y la botella hasta el cuarto. Los apoyé en la mesa de luz, me metí en la cama, agarré el libro, busqué dónde me había quedado la noche anterior y me puse a leer. 

Parece que el vino y el aceite hicieron los efectos esperados, en la tercera página me quedé dormida, a pesar de qué le prometí que lo esperaría despierta.

A las dos y media me despertaron las ganas de hacer pis. Me pareció raro que no haya llegado aún. Lo esperé un rato hasta que me quedé dormida de nuevo, pero nunca llegó. No tuve esa caricia que me despertaba a la madrugada, ni el calor de su cuerpo al que solía aferrarme cuando hacía frío. Entre sueños, manotee el celular que sonaba. Eran las cuatro am.

Usted es pariente de Jorge Gutiérrez, soy la Doctora Fernández… 


Junio 2019.


No hay comentarios: