viernes, 6 de marzo de 2009

Resistir, aunque duela.

Era el lugar más concurrido esa tarde, toda la otra ciudad, la ciudad que estaba oculta, la que no se veía durante el día, había decidido que esa era una buena oportunidad para mostrarse. Ella estaba ahí, entre ausente y deprimida, tomando una cerveza en el bar. Miraba a la gente que pasaba, anotaba cosas sin sentido en su anotador y meditaba lo idiota que se sentía, otra vez había sido generosa y se había quedado con las manos vacías.

Él la vio, se acercó y se sentó en su mesa. Ya se conocían, no mucho, pero lo necesario como para reprocharle su estado de ánimo con un “¿Qué haces?” en un tono casi descalificativo. Ella lo miró sin darle mucha importancia, su cabeza estaba en otro lado. Le dijo “Tomo cerveza, querés?” y le acercó el porrón. Él, quién siempre decía que la cerveza le caía mal y que por eso tomaba tequila, empezó a hablar de otra cosa, como si no la hubiera escuchado, como si el porrón hubiera sido invisible.

Le preguntó que hacía ahí, porqué estaba sola, quién le había dicho que pintara su boca de un rojo tan extravagante, porque así se parecía a una puta. Ella le contestó que necesitaba salir, que se sentía sola, que estaba cansada de dar todo lo que tenía, que nunca recibe respuesta de la gente y que sus labios estaban de ese color porque necesitaba sentirse linda, aunque sabía que sus ojos estaban hinchados de tanto llorar, que el rimmel había manchado un poco más que los párpados y que parecía que tenía ojeras. Sabía que a simple vista todo el mundo la confundiría con alguien que pasó varias noches sin dormir, vagando de bar en bar en busca de algún consuelo.

Él la miró con pena. Ella le preguntó cuál era el truco para no enamorarse, para no comprometerse, si se sentía solo o no. Él le dijo “Vamos!”.

Caminaron bajo la lluvia abrazados bajo el paraguas, como si fueran una pareja de años, como si ambos tuvieran la misma edad, la edad de ella. Pero no, él un par de décadas mayor y con la actitud de un joven, solamente la protegía del frío y de la tormenta. Llegaron al destino que él había elegido, hasta donde la había guiado tomándola por la espalda y cubriéndola con esa campera.

Subieron por las escaleras de mármol, hasta la puerta de su departamento. Él todavía no había dicho cómo hacía para no enamorarse. Ella en el fondo lo envidiaba, siempre daba todo, se desvivia por ellos. Siempre terminaba sola. Él siempre eligió estar solo.

Ella le preguntó porqué la había llevado hasta ahí. “¿Me querés coger?” le siguió a la pregunta anterior. Él, largó una carcajada, aunque se le estrujó el corazón. Ella, rápidamente, lo interrogó sobre sus últimas citas, si las había llevado ahí, si iban directamente al hecho o las engatuzaba hablándoles sobre cosas banales. Si eran rubias, morochas o si tenían tatuajes en lugares insólitos. Él no paraba de reírse, se divertía con las ocurrencias de ella y le siguió el juego. Le dijo que el consorcio del edificio le pidió muy amablemente que no llevara más señoritas a su departamento, que por los gritos la gente no podía dormir, que desde hace meses tiene cuenta corriente en el telo de la esquina, que se conoce a todas las mucamas y a todos los recepcionistas, que lo invitan con copas, ya que era un cliente de “casi todos los días”. Ella esbozó una sonrisa, aunque su cara indicaba dolor, dolor en el pecho, en el corazón.

Él trajo un par de copas y varias botellas de diferentes bebidas de alta graduación alcohólica. Ella eligió la del medio. Así pasaron la noche, tomando y hablando de la vida, de lo complicado que es el amor. Recién cuando estuvo muy borracho le dijo la verdad, le respondió ese interrogante formulado en el bar. Su corazón había sido lastimado cuando era joven y desde entonces se había prometido nunca más intentar algo con alguien. Con el pasar de los años, se fue sintiendo más inseguro, más frágil por dentro y solo la idea de que pudiera llegar a querer a alguien lo aterraba. Le daba miedo. La admiraba porque siempre apostaba al amor, pero se lamentaba que no tuviera la suerte necesaria para cruzarse con esa persona que valga la pena.

Estaba amaneciendo, él le aconsejó que nunca dejara de apostar al amor, que aunque duela, sea capaz de resistir, que sino el miedo se apodera de todo y uno se paraliza. Ella le prometió que nunca dejaría de resistir, aunque a veces sintiera que se moría de a poco.

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