No hay día de la semana que no voy a esa plaza, a ese banco que da a la calle y miro a la gente que pasa, me quedo mirando a la nada, o tal vez lloro un rato. A veces es mi sala de espera y llevo una revista, un diario o incluso uno de eso libros gordos que ahora leo de vez en cuando, pero que antes se superponían en importancia unos y otros. Me siento y me quedo un rato. Una hora, dos, tal vez cinco, no lo sé.
En esa plaza, en ese banco me contaste todo lo que había pasado, incluso lloraste. Esa vez te noté sincero, lleno de dolor, con angustia, pero hoy no sé que creer. Estoy confundida. No sé si ese día lo soñé o si fue producto de mi voluptuosa imaginación. Cada vez que empiezo a recordar cosas, llego a la conclusión de que tus actitudes fueron extrañas, dolorosas. Ya no importa.
Cada vez que llego a esa plaza me sucede lo mismo, al principio un poco de escalofríos recorren mi cuerpo, los flashes de imágenes de ese día se cruzan con la luz de la tarde, ese naranja fluorecente que limita la vista y me hace ver borroso o tal vez son las lágrimas. Me acomodo en el banco de madera y siento que estás, que secas mis lágrimas, que me besas.
Es tu espíritu, tu aura, tu fantasma que me toca, mientras estoy ahí sentada. Me recibí de actriz en ese banco, simulando que no pasa nada, mientras percibo tus manos entre mis piernas, mientras disfruto de lo que no fue, de lo que no es. Estas presente ahí, solamente ahí te encuentro, como si vivieras dando vueltas por esa plaza, como si tu fantasma viniera al encuentro cada vez que me siento, como si vivieras...
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