Siempre fui al mismo bar a estudiar, desde que rendí las últimas materias del secundario y no lograba concentrarme en casa. Siempre los mismos mozos, las mismas mesas, los mismos viejos discutiendo de política a las cinco de la tarde en punto. En años nada cambió, tal vez algún vaso que se rompió pero nada más.
Ese día rendía la última materia para recibirme, tenía todo el miedo del mundo, no quería estudiar sólo terminar con toda esa locura para poder recibirme y listo.
Saqué los apuntes, lo llamé a José (el mozo que atiende siempre) y le pido lo de siempre. Estuve leyendo concentrada hasta que llegó él, una hora después de que yo me sentara a la mesa.
Él, veintipico de años, lindo chico. Sacó sus apuntes, su cuaderno justo en la mesa de enfrente y se sentó mirando hacia donde yo estaba. Diecisiete horas o'clock, llegan los muchachos a hacer su típico debate político, les pido por favor que no levanten mucho la voz, que estaba nerviosa, que necesitaba concentrarme y que era mi último final. Ellos me felicitaron y prometieron no molestarme demasíado. Él, miraba atento todo lo que yo hacía y decía.
Había pasado media hora cuando empiezo a escuchar el ruidito de una bolsita de nylon. Empiezo a buscarla con la previa histeria característica a rendir un examen. Hasta que descubro que provenía de entre sus manos y su mochila y de a poco se empezó a vislumbrar una torta frita. De la nada, sin que yo se lo preguntase me dice - “es que no hay cómo las que hace mi vieja, ya se lo dije a José”. Lo miré consternada, no lo entendía, ni tenía ganas de hacerlo.
Después de esa situación empecé a ver mi pastillero con mucho cariño. Mis nervios estaban al borde del colapso y este se venía a hacer el canchero. Preferí buscar una solución más sana, respiré hondo una, dos, tres... diez veces, hasta que logré retomar el estudio. Sin embargo, cada dos minutos se escuchaba como masticaba la crugiente torta frita hecha por su madre.
Llegó un momento en que no lo soporté más y tiré una mirada fulminante, llena de odio. Él se río y me saludó con la mano. Yo lo quería matar.
Sin que me de cuenta llamó a José y le pidió un platito. Aunque no lo crean, aunque yo no lo crea, me regaló dos tortas fritas para acompañar mi capucchino. Lo único que atiné a decirle, y sólo porque soy educada, fue “gracias”.
Ya se acercaba la hora del final, así que decidí irme. Terminé mi interminable capucchino y las tortas fritas de su madre, saludé a los muchachos y a José. A él le volví a agradecer y todos me desearon suerte.
Obviamente, me fue bien y me recibí, ahora me dicen licenciada. Pero lo extraño de todo esto es que unas semanas después paso por el bar y lo veo a él estudiando. Sin dudarlo entré, saludé a todos y me siento en la mesa de él. Lo primero que le pregunté fue si todavía le quedaban algunas de las tortas fritas de su madre. Desde entonces, no nos separamos más.
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