lunes, 31 de agosto de 2009
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jueves, 27 de agosto de 2009
Una historia sin final feliz
Hoy estaba acordándome de lo que pasó ese día. Ese día estaba ansiosa, iba a conocer a la chica con la que venía hablando todas las tardes a las dos, desde el ciber de la esquina.
Ray me conoce hace dos años, desde que me mudé y no dejé de ir ni un solo día a su local para conectarme y ver si algún casting salía. En una de esas tardes de aburrimiento me hice una cuenta en una de esas páginas de citas y allí la encontré.
Morocha, de pelo ondulado y sonrisa contagiosa. Me agregó al msn y hablamos por una semana. Ray intentaba entender desde su mostrador porqué de repente mi sonrisa se había extendido y porqué iba tan entusiasmada a su negocio. Fue una semana alucinante.
El viernes por la tarde por fin decidimos encontrarnos y conocernos, ambas con deseos de gustarnos en el face to face y poder pasar más de una noche juntas.
Por mala suerte no pude contarle de ella a mi psicóloga, seguramente estaba disfrutando de la vista que le brindaba la ventana de alguno de sus conventos que ella suele visitar cuando está de vacaciones. Pero la verdad es que no me importó, me sentía plena, feliz, con ganas de que todo salga bien.
Todo pasó muy rápido esos días, así que cuando menos me lo imaginé ya era hora de encontrarme con ella. Habíamos quedado en encontrarnos en un lugar donde hacen fiestas en San Telmo, la condición para reconocernos era llevar un globo rojo, cómo si fuéramos parte de una novela.
Esa noche me vestí más punk que nunca y le pedí a Chúcaro, un amigo, que me acompañara. Ninguno de los dos sabíamos qué tipo de fiesta era hasta que llegamos ahí. Se escuchaba cumbia colombiana desde la puerta. No nos decidíamos si entrar o quedarnos ahí. Al final entramos y observamos el lugar. Yo, Rodolfa, me había equivocado de personaje y de disfraz para esa noche, tenía que haber llevado mi pollera hindú y mi pañuelo multicolor en la cabeza (si, eran todos hippies).
Mi amigo fue en busca de una cerveza ($5 el litro, una ganga), mientras que yo inflaba mi globo rojo. Chúcaro volvió, buscamos un lugar para sentarnos y empezamos a fumar. Ninguno de los dos la encontrábamos y yo me empezaba a desilusionar; tenía muchísimas ganas de conocerla, y si llegaba a ser como en la foto, hasta besarla no pararía.
Cuando dejamos de buscarla, pinchamos el globo con el último cigarrillo que teníamos y fuimos a bailar. Después de un rato, la sed nos atormentó de golpe, por lo tanto, una cerveza más pasó por nuestras gargantas (ya para esa hora, era como la cuarta).
Fuimos a la barra y ahí estaba, radiante. Le dije a mi amigo que me esperara un ratito y me acerqué a ella. “Una pregunta, vos sos Fiorella?” le dije, ella me miró y me dijo “Rodo!! Hola!!” y me abrazó cómo si nos conociéramos de años y besó mi mejilla como nunca nadie la había besado, pude sentir el diámetro de sus labios. Después de ese saludo espectacular, me convertí en una “banana” diciéndole que era muy linda y que tenía muy lindos ojos. Me odié por haber dicho eso.
Ella estaba con sus amigos, quienes nos invitaron con fernet y porro, la noche se prestaba y hacía mucho que no fumaba uno de esos en compañía, así que acepté. Nos quedamos un rato, pero la fiesta terminó temprano, así que alrededor de las 4 am decidimos partir hacia nuevo rumbo.
Eramos un grupete de unas ocho personas y por voto se decidió ir a un bar en la misma cuadra donde está Mitos Argentinos, preguntamos si podíamos pasar gratis y no nos dejaron. Luego de un debate entre los ocho en la puerta del bar, terminamos en Plaza Dorrego, abriendo dos Michel Torino Abocado (el de etiqueta azul) y compartiendo otro churrito. Allí hablamos y escuchamos cantar a los viejos borrachos que rondaban la zona.
A todo esto, con Fiorella habíamos intercambiado sólo unas pocas palabras y lo máximo que habíamos llegado a hacer fue caminar tomadas de la mano.
Dos horas estuvimos en la plaza, pude sacar nuevos personajes para interpretar, ahora conocía lo que piensan los borrachos. Pero yo, Rodolfa, quería estar con ella, hablar, conocerla y llegar a sus labios de alguna manera. Le dije si no íbamos otro lugar y así fue, pero con la compañía de su mejor amigo, que no la dejaba ni a sol ni sombra. Caminamos unas cuadras por Defensa yendo para Av. De Mayo. Pasamos Av. Belgrano y Fiorella pidió parar. Nos sentamos en la puerta de un viejo edificio y armó otro cigarro. Yo no podía creer cómo fumaba esta chica. La acompañamos y hablamos de todo.
Finalmente, logramos llegar a Av. De Mayo y tomamos el mismo bondi, por fin estuvimos solas y sólo hubo un silencio incómodo entre las dos. Yo, Rodolfa, no sabía donde estaba parada, quería llegar a mi casa como fuera, estaba super cansada, borrada, drogada y sobre todo desilusionada de esa noche que parecía prometedora. Me bajé del colectivo a dos cuadras de casa y ella siguió viaje. No hubo beso, solo un “ buena suerte y hasta luego” cómo en la canción de Calamaro.
Esa noche no salió como quería, terminé en casa sola, con tremendo bajón y con una llamada de mi madre a las 8 am, preguntándome si iría a comer a su casa ese día.
martes, 25 de agosto de 2009
A corazón contento, panza llena.
Ese día rendía la última materia para recibirme, tenía todo el miedo del mundo, no quería estudiar sólo terminar con toda esa locura para poder recibirme y listo.
Saqué los apuntes, lo llamé a José (el mozo que atiende siempre) y le pido lo de siempre. Estuve leyendo concentrada hasta que llegó él, una hora después de que yo me sentara a la mesa.
Él, veintipico de años, lindo chico. Sacó sus apuntes, su cuaderno justo en la mesa de enfrente y se sentó mirando hacia donde yo estaba. Diecisiete horas o'clock, llegan los muchachos a hacer su típico debate político, les pido por favor que no levanten mucho la voz, que estaba nerviosa, que necesitaba concentrarme y que era mi último final. Ellos me felicitaron y prometieron no molestarme demasíado. Él, miraba atento todo lo que yo hacía y decía.
Había pasado media hora cuando empiezo a escuchar el ruidito de una bolsita de nylon. Empiezo a buscarla con la previa histeria característica a rendir un examen. Hasta que descubro que provenía de entre sus manos y su mochila y de a poco se empezó a vislumbrar una torta frita. De la nada, sin que yo se lo preguntase me dice - “es que no hay cómo las que hace mi vieja, ya se lo dije a José”. Lo miré consternada, no lo entendía, ni tenía ganas de hacerlo.
Después de esa situación empecé a ver mi pastillero con mucho cariño. Mis nervios estaban al borde del colapso y este se venía a hacer el canchero. Preferí buscar una solución más sana, respiré hondo una, dos, tres... diez veces, hasta que logré retomar el estudio. Sin embargo, cada dos minutos se escuchaba como masticaba la crugiente torta frita hecha por su madre.
Llegó un momento en que no lo soporté más y tiré una mirada fulminante, llena de odio. Él se río y me saludó con la mano. Yo lo quería matar.
Sin que me de cuenta llamó a José y le pidió un platito. Aunque no lo crean, aunque yo no lo crea, me regaló dos tortas fritas para acompañar mi capucchino. Lo único que atiné a decirle, y sólo porque soy educada, fue “gracias”.
Ya se acercaba la hora del final, así que decidí irme. Terminé mi interminable capucchino y las tortas fritas de su madre, saludé a los muchachos y a José. A él le volví a agradecer y todos me desearon suerte.
Obviamente, me fue bien y me recibí, ahora me dicen licenciada. Pero lo extraño de todo esto es que unas semanas después paso por el bar y lo veo a él estudiando. Sin dudarlo entré, saludé a todos y me siento en la mesa de él. Lo primero que le pregunté fue si todavía le quedaban algunas de las tortas fritas de su madre. Desde entonces, no nos separamos más.